miércoles, 2 de septiembre de 2009

María Cecilia Perna


















Golem

Estoy en la raíz de la oscuridad.
La caverna que me cubre, me ha cubierto
el cuerpo desde siempre — El cielo
único y negro
que conocí
es un nudo abovedado por encima de mi nuca. Ha sido así desde todo
tiempo posible hasta hoy.
Hoy
es algo diferente — se filtra
apenas una luz
entre las rocas cuarteadas del techo
un rayo blanco perfora
la maciza superficie de mi cuerpo — por primera vez
veo esto

hay una forma a pesar
del frío y del dolor y de las ganas
deformes de encontrar
un peso sobre el propio
oscuro peso

hay un color — nítido ahora
más allá del contorno que estas manos
intentaron armar
por muchos largos años — cartografía ciega
que corta
delimita — la aspereza del talón
del hueco
de la axila del pecho o el olor
terroso
de la palma dormida.

La materia del suelo
de esta cueva es rojiza
igual que la carne
que ahora froto por debajo de la piel — Deseo horriblemente
reproducirme — la luz
calienta apenas y yo
nada conocía de este sucio sentimiento.

No sé quién me escupió en este espacio muerto.
No sé qué hay de mí
además de esta estrella
que llevo tatuada en la frente — No la veo pero puedo
delinearla al tacto.

Debo ser
Dios mismo — debo
intensamente ya
reproducirme.

El agua
gotea incesante en la caverna. Quiero un hijo
y mis manos
conocen perfectas los contornos
de este cuerpo horrendo.

La luz puede ayudarme —
el barro
y mis manos
lo construirán con mi forma
idéntica — y a un tiempo
tendrá eso que me quite para siempre
estas ganas espantosas
de volverme contra mí.


Noon

La perpendicularidad de Dios
sobre la tierra
dura nada más unos minutos — justo antes
de la Nona
se hace su poder
particularmente extraño:
podría él a esa hora — de hecho
perforarnos la cabeza con un rayo —

La luz
de su mirada ubicua
se posa sobre el centro irracional
de nuestro cráneo — punto ciego
desde el cual se trazaría
la línea primordial que nos traspasa el cuerpo
a todos
y directo hacia la tierra — por fin
nos destruiría — tal es la fuerza asoladora
de sus ojos —

Su poder
aumenta de tal forma al Mediodía
que nosotros
somos apenitas sus reptiles
erectos a la luz
pequeñísimos monstruos hambrientos —

Es por tal motivo que debemos
— después del Mediodía
cantar en somnolencia
un salmo diminuto de alabanza
una ofrenda mínima de voz — misericordia
de animalito muerto
apenas renacido en las palabras — que fue presa
— perfumado
sobre la mesa tendido
a la cruel voracidad
de nuestros dientes.


Dragón Blanco

Así — estirada en la madera
húmeda del muelle
con el cuerpo enrojecido — el sol
me cubrió toda de escamas.
Años esperando enamorarme — así
del río
brotado de peces y de dioses
suaves
niños masculinos — protectores
que huelan como escamas.

Años — boca abajo en el muelle — la pierna colgante
estirada hasta la punta
de los pies en el agua — quebrando apenas
la tensión en circulitos
concéntricos brillantes
mis dedos aturdidos en el río. Pero del agua
nada proviene

el Dragón baja volando de los cielos
su rostro
de perro y de anguila
no asecha y desciende hasta mi nuca —
me roza apenas
— serpiente de escamas calientes
aterciopelada
su panza de fuego aplasta mi cintura y se levanta
estoy obligada —
a girar de espaldas sobre el muelle
de boca al cielo — veo
subir un hilo de luz al infinito
hasta perderse
mi corazón — supo que era él y ahora se hunde
silencioso en el limo.
— Nada proviene
del agua.

Los ojos se me nublan contra el cielo
respiro y parpadeo
y el río a mis espaldas
se contamina de mí.
— Silencio
de todo murmullo hasta que estalla
el muelle entre mis piernas
y la cabeza blanca
asoma desde abajo y se desliza
áspera de limo — húmeda de escamas
el cuerpo es de una anguila
me levanta — lejos de este muelle
al cielo
o en el agua —

desprendida
me encuentro para siempre
atada a la criatura que esperaba — los dioses masculinos
de repente
disputan en mi cuerpo la batalla infinita
del río contra el cielo
— me desarman
pero al mío
lo tengo entre los brazos y lo aprieto
así no se desunen
las piezas en el alma.

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