lunes, 14 de julio de 2008

Arturo Carrera

Antes había una escuela

I

sólo bastaba “hablar” apenas;

y alguien ordenaba las frases,
y alguien el tono, la velocidad, la alegría del
helicoide de los secretos;

y alguien el aparente brío
de cada resistencia que
se llamaba “imitación”.

Algo difícil —la tiza
Algo fácil —su borrador

Las destrucciones mínimas que rozan aún
nuestra impermanencia
caen en plumillas invisibles
sobre los “guardapolvos” serviciales.

Pero dentro del tintero, ahora,
extraños movimientos van precipitando y
fraguando tu máscara…

Algo difícil.
Algo fácil.

La máscara de un alumno fiel
la mañana que “...en infinito fastidio
te alegrara…”

La posibilidad
de soltársenos de nosotros “él”,
otra vez, él mismo, allá,
cuando somos de golpe la presa fácil, de cartón
la careta,
el deseo.

Pero en dos años se acerca
para decirme: “Hombre, hombre, voy
a cerrar la ventana…”
Nunca, nadie
me había hablado en voz tan baja.

Bajísima…

Bajísima y clara

imperceptible rumor que se perdía
en el eco de la campana de la Estación.

II

Pero había también otra voz contra
la voz de las ovejas que balaban

“...este sonido —decía— más sutil que el agua,
son téselas de un mosaico que alguien debía
juntar apenas en el cuenco de las manos;

o levantar de las aguas

y fingir después que esa reunión formaba
un rostro, la persona,
la llegada de la máscara al lugar
que estaba aún entre los niños que jugaban,

jamás en reposo,

en el tintineo de los sueños;

terrones de inquietud sin animarse a vencer
la Voz de otra Sibila que volvía.

III

A pocos pasos de una casa vieja y
entre árboles de apariencia asustadiza,
acechaba la Belleza que se hamaca
en su pompa.

…bajo un cono de sombra y
un reborde de luz que vuelve de las lilas,
las chicas, las mujeres, las viejas
le enseñan a caminar. Pero ¿quién camina?

¿Cómo lo han vestido? ¿Cómo va peinado?

La estación es el continuum de una espera “de andén”,
de “andador”,

la letra dicha para el instante de la quimera.

Hunde la lengua en la goma del chicle-globo;
la retira de pronto inflando la tensión
y ese abismo en un momento estalla:

Se pega alrededor de los labios
la atención que se vuelve memoria.


Mocitas en los fresnos

I

Afuera, sin embargo, oye voces.
Otra vez, otra voz,
las mismas que en el mundo trémulo
eran sus vocecitas de parcas: “Acercáte”,
y él escucha como un perro. Hasta que una de ellas pregunta:
“¿Se dice la maestra cojía?”
—y se ríen. ¿Por qué? ¿Conocen la duración

de otra vida que extiende su fantasía a la máxima acción?

…lo que en lo invisible parece,
como en los frutos, reír,
en las palabras más obvias
madura…

En las palabras la sombra sube para decir:
“será preciso que tomes mi mano”.

O: “la mano infinita ya no estará entre tus manos”.

¿Es todo lo que murmuran?

“Alejáte”, al aceptar lo que no escuchan.

Y siguen: “…en este lugar había una economía
de la dicha.
No tengas
memoria de la otra estación.
Sale a ladrar un perro lanudo
que parece una oveja y una oveja pequeña y veloz
que corre y “ladra” como el perro.

Salen mujeres de la Sala de Espera
con ramos de corona de novia (spirae nipponica)
recién arrancadas del jardín invisible.

II

El mito sabe que no es el mundo,
pero no sabemos ¡bsbsbsbsbsbsb! ¡Otra vez!
Y tampoco se lo preguntamos nunca —¡nadie sabía!
Lo que ellos llamaban “mito” ahora
es un escamoteo de la sensación.

Como una ley,
las Parcas no quieren alejarse de nuestra incertidumbre.
Permanecen de continuo allí,
en el señorío claro del colmo del sentido,

en la sístole-diástole de la emoción.

Como un siseo que se lleva en el oído,
como un tacto de telaraña al anochecer,
al salir de la casa, en la cara.

Y en el gesto de apartarnos y correr tras el remolino de carbón,
los tiempos de la noche; especialmente
entre niños:

a) de la Tierra,
ritmo.

b) la continua génesis de una diversidad.

c) el fruto inalcanzable, el follaje aún,
la semilla ahora.

d) la nuez que robamos en la quinta del cura.

Marechal en su Heptamerón advertía:
“…aconsejo a los graves pescadores de mitos,
que no entablen el diálogo con ningún animal
si en sus redes entrara, sea o no fabuloso”.
Y concluye: “Ni yo le hablé al Centauro
ni el Centauro me habló...”

…una pasión que traba la balanza,
el ástil de las sensaciones: el mito de la infancia pura

en cada sílaba desmentido; volándose
en cada acento

parecido a la anécdota,
parecido a la autobiografía

deshilachadas formas permanentes.

III

¿Cómo olvidar a esas mujeres?

Y al revés: ¿pueden olvidarnos,
Ellas?
Si es cierto que nos hilaron, tejieron y amaron,
¿qué sigue a la señal real,
a la venérea imposición de amparo?

Les escribo todo el tiempo
aunque no hubiera tiempo.
En todos los ritmos aunque no hubiera ritmo.

Reconozco en sus caras a esos niños que las escucharon.
Y crecen de pronto hasta ser tintinábulos,
sonajeros en lo alto del ciruelo nevado: se travisten,
tíos, primos, abuelos,
Centauros que nos aleccionaron. Y en su alegría y desbordes:
faunos, faunitos, sátiros comentados
por la risa.

Lartigau: acercáte. Esta es la calle de la Estación,
que va a la Cooperativa.
Al lado está la casa del molinero… ¿cómo se llamaba?

¿Cómo pensar la virtuosa línea paterna ahora
si no como un sistema de “obligaciones” estéticas?

que no desdeñan ninguna figura, ningún trámite, incluso
“soledades”

…existen en la ceguera por ellas,
en el paso a un habla,
a una acción de las imágenes.

Yo —tartamudo— tartamudo,
el amor.
Número tenuemente color dos,
tres, cuatro;

Alumno, ¡alumno!
¿hasta dónde sabés contar?

De Las Cuatro Estaciones, Ed. Mansalva, 2008

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